- En la U. de Santiago, académicos y estudiantes exploran la inteligencia artificial y la convierten en un aliado del aprendizaje, la salud y la innovación social.
- Desde un robot para niños neurodivergentes a herramientas educativas colaborativas, la IA redefine la forma en que enseñamos, cuidamos y creamos.
Un escolar de primero básico tarda un par de segundos en calcular que 2 + 2 es 4. A un estudiante universitario, quizás le tome algunos minutos encontrar la incógnita en una ecuación de segundo grado. Pero, ¿cuánto tarda un médico en leer e interpretar los 900 gigabytes contenidos en el mapa genético de un paciente oncológico?
Desde que las máquinas empezaron a calcular por nosotros, y especialmente en los últimos ochenta años, nuestra civilización ha recopilado cientos de miles de millones de bytes de información, desde modelos meteorológicos hasta nuestra ficha clínica y desde los flujos de tráfico urbano a las imágenes de estrellas ubicadas a millones de años luz de distancia.
El año pasado, los seres humanos creamos, copiamos y consumimos 149 zettabytes de información (un zettabyte es el equivalente a un trillón de bytes, es decir, un uno seguido de 21 ceros). En los próximos tres años, esa cifra se duplicará.
La inteligencia artificial llegó a nuestras vidas para resolver uno de los principales problemas de la era de la información: lidiar con montañas de datos. Un adulto promedio demora alrededor de sesenta segundos en leer una página de El Quijote, pero una herramienta de IA es capaz de resumir las obras cumbre de la literatura hispanoamericana a la velocidad de unos cuantos pulsos binarios.
Dado que los humanos no tenemos el talento para calcular esos volúmenes y a esas velocidades, es natural que las máquinas asuman la tarea por nosotros (después de todo, los circuitos integrados son más veloces que los cerebros). Sin embargo -y basta con ver los memes que circulan en las redes sociales-, la perspectiva de vivir rodeados de máquinas pensantes nos genera una mezcla de fascinación, expectativa y escepticismo.
Miremos el vaso medio lleno
En la película “Misión Imposible: Sentencia Final” (2025), Tom Cruise debe ingeniárselas para encontrar y destruir una IA conocida como “La Entidad”. Este thriller es el último ejemplo de un imaginario popular colmado de historias sobre creaciones humanas que se salen de control (Frankenstein, Jurassic Park, 2001: Odisea del Espacio, etc.).
Pero en esta edición de Brotes Científicos no vinimos a infundir temores apocalípticos (tampoco a prometer utopías), sino a entregar perspectiva de un tema apasionante e influyente en nuestras vidas. Eso fue justamente lo que nos transmitió la Dra. Nicole Abricot, del Departamento de Innovación Educativa USACH, cuando hablamos con ella: “La IA es un tremendo recurso”, nos dijo convencida.
La Dra. Abricot es especialista en educación y lleva años trabajando en el “escenario cotidiano de la sala de clases”, el espacio donde las políticas públicas y los lineamientos curriculares se enfrentan a la realidad de niñas y niños de carne y hueso.
En un reciente ejercicio desarrollado junto a las académicas Carmen Gloria Zúñiga (Pontificia Universidad Católica) y Rocío Almendras (Universidad de Santiago de Chile) en abril pasado, la investigadora analizó la interacción entre humanos y algoritmos en el contexto de la construcción de una ciudadanía digital.
En este proyecto, las académicas propusieron «evaluar las potencialidades de la IA y las redes sociales como recursos pedagógicos», mediante la creación de una rúbrica elaborada por una IA generativa para ser usada en la sala de clases, observando que esta sólo cobraba sentido cuando los estudiantes y profesores proporcionaban el contexto para trabajarla.
El espíritu colaborativo entre humanos y máquinas también lo podemos encontrar en los proyectos del Laboratorio de Emprendimiento e Innovación del Departamento de Ingeniería Industrial (LEIND), unidad de la USACH que se desenvuelve con soltura entre la ciencia, la ingeniería y las humanidades para atender necesidades urgentes de nuestra sociedad.
A inicios de este año, el equipo del laboratorio presentó a «LIAN», robot en fase de experimentación que atiende a niños y niñas neuro divergentes y que fue desarrollado por estudiantes de Ingeniería Industrial, Terapia Ocupacional y la Escuela de Psicología. En conversación con Brotes Científicos, la directora del LEIND, Dra. Lorena Delgado, nos contó que LIAN «apoya la autorregulación emocional de los niños cuando se presenta un episodio afectivo intenso ante ciertas situaciones y los resultados han sido positivos».
Y en tercer lugar, destacamos un proyecto de Data Analytics encabezado por el Dr. Manuel Villalobos (Departamento de Ingeniería Informática), quien se propuso aumentar la eficiencia financiera de los hospitales de la red pública de salud mediante el uso de herramientas de aprendizaje automático (machine learning).
La iniciativa, que comenzó en 2012 en el Hospital Barros Luco-Trudeau y el Servicio de Salud Metropolitano Sur, ha mostrado exitosos resultados a lo largo y ancho de la red de hospitales públicos del país.
Silicio y carbono: una alianza creativa
Todos los ejemplos anteriores caben dentro de la idea de los “socios creativos“, concepto acuñado por el periodista norteamericano Walter Isaacson (autor de las biografías de Albert Einstein y Leonardo Da Vinci) y que alude concretamente a la simbiosis entre máquinas y humanos. La idea es muy sencilla: somos complementarios porque somos esencialmente distintos.
Esta reflexión se remonta a las primeras observaciones del matemático John Von Newman en la década del ’50, “acerca de cómo la química del cerebro humano, basado en el carbono, funciona de manera distinta de los circuitos lógicos binarios de un computador, basado en el silicio”, dice Isaacson en su obra “Los Innovadores” (2014).
Un computador es un sistema centralizado, donde toda la capacidad de cálculo se encuentra alojada en un único procesador, mientras que un cerebro es un sistema distribuido, donde todas las neuronas se activan a la vez. Esta diferencia hace que el ordenador pueda realizar razonamientos lógicos con gran velocidad, mientras que los humanos podemos lograr altos niveles de abstracción mediante el pensamiento.
A pesar de esta realidad, aún hay quienes plantean que las capacidades humanas serán inevitablemente superadas por la inteligencia artificial y que nuestra raza quedará relegada a un segundo plano, dando paso, así, al Reino de las Máquinas.
Para justificar esta perspectiva distópica, algunos ponen como ejemplo a ciertos algoritmos capaces de hacer cosas muy humanas (como escribir poemas o componer canciones) o recuerdan con vehemencia el caso del ingeniero informático Blake Lemoine, quien hace unos años planteó que su chatbot había cobrado conciencia de sí mismo.
Hace más de 25 años, la taquillera película Matrix (1999) alimentó nuestras fantasías al presentar un mundo gobernado por máquinas.
Sin embargo, y como nos dice el Dr. Manuel Villalobos en nuestra entrevista central, “la IA no tiene experiencia ni percepción, solo aprende de relaciones entre datos. No es creatividad”. El académico nos explica que estamos viviendo en el mundo de la inteligencia artificial “débil”, donde los algoritmos son capaces de realizar tareas específicas a gran velocidad, pero sin conciencia ni inteligencia humanas. “De la IA ‘fuerte’, aquella de la ciencia ficción, estamos muy lejos aún”, explica.
Por otro lado, imitar las habilidades sensoriales o motrices de las personas requiere de enormes recursos computacionales, los cuales aún no están al alcance de las máquinas. Este es el motivo por el cual una IA puede calcular con mucha precisión la trayectoria de un misil balístico, pero aún sea incapaz de hacer tareas sencillas, como abrocharse los zapatos o comprender que un grupo de personas ingiriendo líquidos están “bebiendo”.
Para la IA, los problemas difíciles son fáciles y los fáciles son difíciles. Esta paradoja, descrita hace más de treinta años por el investigador en robótica Hans Moravec, es la base de la cooperación entre ellos y nosotros.
IA: ¿revolución social o tecnológica?
Hoy es un lugar común etiquetar a la IA como una “revolución tecnológica”. Pero desde el punto de vista histórico, nuestra relación con algoritmos y máquinas pensantes ha fraguado desde hace, al menos, 350 años (fue en 1672 cuando Gottfried Leibniz imaginó una máquina calculadora por primera vez). Si la historia de la informática ha sido gradual y paulatina y las revoluciones son abruptas por definición… ¿Dónde está la revolución, entonces?
Más que tecnológica, la IA parece ser una revolución social. Es capaz de aumentar la productividad en nuestros trabajos, resolver problemas en la industria y atender necesidades concretas, tal como los ejemplos que describimos en este artículo.
Pero también es capaz de alterar nuestra percepción del mundo y modificar la estructura de nuestros vínculos sociales. Tal como la informática e internet, la inteligencia artificial es una tecnología transversal, utilizada en todos los campos del conocimiento y en todos los niveles de nuestra sociedad.
Un caso muy concreto lo podemos encontrar en el mundo de la educación. «La IA vino a revolucionar la práctica docente», dice la Dra. Abricot, cosa que ella ve a diario en la relación entre profesores y estudiantes. El ritual de la docencia tradicional expositiva está dando paso, lentamente, a un escenario donde el profesor se convierte en un mediador entre estudiante y conocimiento.
Dado que “la tecnología te permite tener el mundo entero en el bolsillo”, dice la académica, “el aprendizaje ya no es captar información. Es importante que el niño o niña sea protagonista de su propio aprendizaje, donde el profesor instale problemas y el estudiante desarrolle habilidades para resolverlos”.
Sin embargo, como dice el refrán, del dicho al hecho hay mucho trecho, porque nuestra sociedad continúa en la inercia cultural del siglo pasado. “Muchos dicen que quitemos el celular y que volvamos a lo tradicional, pero eso es una mirada pesimista. El gran desafío es que los profesores sean un acompañante del proceso educativo”, concluye.
En una perspectiva más amplia, la tecnología es una oportunidad “para relacionarnos en otros contextos”, dice la psicóloga evolucionista, Dra. Ana María Fernández, quien ha dedicado gran parte de su carrera científica a estudiar el comportamiento y las relaciones humanas. “Yo soy optimista en general”, dice.
Para argumentar su punto recurre a la teoría del cerebro social, que establece que los seres humanos estamos programados para socializar (“por eso ha sido tan impactante y definitivo que hayamos incorporado las redes sociales en nuestras vidas”, dice). “Hay investigaciones donde las personas aisladas socialmente, que no tienen redes, se favorecen mucho de los ambientes digitales. Las plataformas digitales han logrado generar nuevas cercanías o modos de contacto humanos”, dice.
La tecnología y la inteligencia artificial han avanzado enormemente y en los últimos años han desbloqueado muchos logros: nos ganan en el ajedrez, superaron algunas adaptaciones del Test de Turing e incluso existen robots capaces de caminar, saltar, hacer acrobacias y jugar a la pelota. ¿Significa esto que los procesadores de silicio reemplazarán nuestras capacidades basadas en el carbono?
No por el momento. “La inteligencia artificial es un tremendo recurso, pero carece de dominio, terreno y experiencia. Es un montón de ayuda, pero no logra reemplazar la vivencia. La IA no se involucra con los niños (en la sala de clases) porque no los conoce”, argumenta la Dra. Abricot.
La UNESCO refuerza esta idea en un reciente informe publicado en septiembre del año pasado, señalando que “los sistemas de IA que hemos logrado diseñar en la actualidad están construidos para resolver un problema en particular. Su objetivo es la funcionalidad (y) no tienen espacio dentro de su construcción para evaluar soluciones en base a otros valores”.
En este contexto, es responsabilidad de los humanos dotar a la inteligencia artificial de creatividad, ética y justicia para aislarla de sesgos que nos lleven a la desinformación. Tal como concluye el informe, “la IA está aquí para quedarse y no sería razonable, e incluso ético, no explotar todo el potencial que esta tecnología acarrea”.
Tal como escuchamos a alguien por ahí, ‘vivir sin la IA en el siglo XXI sería como vivir sin electricidad en el siglo XX’.