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Dra. Maritza Páez Collío, Directora de la Dirección de Investigación Científica y Tecnológica (Dicyt - Usach), Revista Brotes Científicos
Dra. Maritza Páez Collío, Directora de la Dirección de Investigación Científica y Tecnológica (Dicyt – Usach), Revista Brotes Científicos

La inteligencia artificial ya forma parte de nuestra vida, pero el futuro que queremos sigue dependiendo de nuestra capacidad de imaginar, educar y decidir con humanidad.

 

Hace solo una década, la inteligencia artificial parecía un tema lejano, reservado a laboratorios o películas futuristas. Hoy habita en nuestros teléfonos, en los diagnósticos médicos, en las clases virtuales y hasta en las decisiones que tomamos sin darnos cuenta. Pero mientras la tecnología aprende a pensar, nosotras y nosotros debemos recordar por qué pensamos. Porque el corazón de la educación sigue siendo humano, y su propósito inmutable: formar personas capaces de imaginar, de cuidar y de construir un futuro que valga la pena habitar.

La inteligencia artificial (IA) ha irrumpido con la fuerza de lo inevitable. Está en nuestras aulas, en nuestros hogares, en los sistemas que rigen la vida moderna. Y sin embargo, ninguna máquina puede replicar el temblor de la curiosidad, la emoción del descubrimiento ni la alegría de enseñar. Las máquinas pueden calcular, pero solo las personas pueden comprender.

Desde Brotes Científicos queremos proponer una mirada más amplia: no temer a la tecnología, sino aprender a convivir con ella desde la ética, la sensibilidad y el pensamiento crítico. La UNESCO lo ha expresado con claridad: la inteligencia artificial no debe dirigirnos; somos nosotras y nosotros quienes debemos decidir el futuro que queremos. Y esa decisión comienza en la educación.

El aula -ya sea física o digital- se ha convertido en el nuevo territorio donde se juega esta transformación. Allí, docentes y estudiantes se enfrentan al reto de enseñar y aprender en un mundo que cambia cada minuto. Pero el desafío no está en dominar la herramienta, sino en dotarla de sentido. En enseñar a preguntar, a discernir, a imaginar. Porque si la IA puede responder, la educación debe seguir siendo el espacio donde aprendemos a formular las preguntas que importan.

El profesorado tiene en sus manos la llave de esta nueva era. Cada clase, cada conversación, cada duda compartida puede ser una oportunidad para acercar la ciencia a la vida, la tecnología a la ética, el conocimiento al asombro. Y las y los jóvenes -nativos digitales, exploradores naturales del presente- tienen la tarea de usar la inteligencia artificial no como espejo, sino como herramienta para crear mundos más justos, más conscientes, más humanos.

La educación, como recuerda la UNESCO, debe enseñar a aprender con la inteligencia artificial, sobre la inteligencia artificial y para la inteligencia artificial. Eso significa formar personas críticas y creativas, capaces de guiar el desarrollo tecnológico con propósito y empatía. Porque si la IA amplifica nuestras capacidades, también amplifica nuestras decisiones. Y ahí radica nuestra responsabilidad.

En esta edición de Brotes Científicos compartimos historias que nos invitan a mirar el futuro con esperanza: Manuel Villalobos, quien utiliza la IA para fortalecer la gestión hospitalaria; Nicole Abricot, que la incorpora en el aula para despertar la curiosidad de sus estudiantes; y Lorena Delgado, que la emplea para mejorar la calidad de vida de niñas y niños neurodivergentes. Cada experiencia demuestra que la tecnología, guiada por la inteligencia humana, puede ser una herramienta de justicia, inclusión y dignidad.

El escritor Walter Isaacson lo expresó de forma luminosa: las grandes revoluciones nacen cuando la ciencia y las humanidades se encuentran. Hoy, esa intersección está frente a nosotros. No se trata de dominar la inteligencia artificial, sino de educarla. De acompañarla con humanidad, para que sirva al bien común y no a la indiferencia.

Por eso, esta no es una invitación al miedo, sino a la acción. A las y los docentes, les digo: su tarea es más urgente y hermosa que nunca. A las y los jóvenes: su curiosidad es el motor que puede reescribir el mundo. Y a la sociedad entera, le propongo recordar que el conocimiento no es solo una herramienta: es una forma de esperanza.

Nuestro destino no está escrito en códigos binarios, pero los códigos binarios pueden ayudarnos a escribir una historia más humana, solidaria y luminosa. El futuro que queremos comienza en las aulas, en las preguntas, en cada gesto que elige educar con conciencia.

Nuestro destino no está escrito en código binario